La leyenda de la banda de músicos y el Médano Blanco

En el corazón del desierto de Sechura, donde el viento moldea dunas gigantescas y el tiempo parece haberse detenido, se cuenta una historia que forma parte del alma de esta tierra: la leyenda de la banda de músicos desaparecida en el Médano Blanco. Transmitida de generación en generación, esta narración combina fiesta, fe, misterio y un toque sobrenatural, convirtiéndose en una de las más emblemáticas del folclore sechurano. A continuación, revivimos este relato tal como fue contado por los antiguos, con la esperanza de que no se pierda en el olvido y continúe formando parte de nuestra identidad cultural.


Pintura: Ronald Jacinto Zeta

Pintura: Ronald Jacinto Zeta.


🎺 La banda de músicos encantados en el Médano Blanco

Dicen que a principios del siglo XX —aunque la fecha exacta se ha perdido en el tiempo—, el pueblo de Sechura se alistaba con entusiasmo para celebrar la Fiesta de la Virgen de las Mercedes, tradición que se mantiene viva hasta hoy. Como parte esencial de la festividad, los mayordomos contrataban bandas de músicos para animar con alegría y devoción los días centrales de la fiesta patronal.

Con este motivo, se contrató a una banda proveniente de algún pueblo perdido del desierto, muy conocida en todo el bajo Piura por la energía y el sentimiento que imprimía en cada interpretación musical. Aquellos músicos llegaron a Sechura tras varios días de caminata, llevando sus instrumentos sobre burros. Durante la celebración, cumplieron con creces su misión: llenaron las calles de música, entusiasmo y fervor religioso.

Una vez finalizada la fiesta, se prepararon para regresar a su pueblo. Con algunos compromisos aún por cumplir, decidieron tomar la ruta más corta: el camino del Este. Aunque muchos les advirtieron de los peligros que entrañaba esa zona, conocida por relatos extraños y apariciones misteriosas, los músicos —incrédulos ante tales historias— ignoraron las advertencias.

Partieron al atardecer, confiando en que la luz de la luna llena y la frescura de la noche les permitirían avanzar más rápido que bajo el inclemente sol del desierto. Con sus víveres e instrumentos bien acomodados sobre los burros, caminaron durante varias horas. Ya cerca de la medianoche, encontraron algo inusual: unos guayabales frondosos que crecían junto a un pequeño lago. Sorprendidos, pues sabían que en esa zona no era común encontrar vegetación ni cuerpos de agua, pensaron que se trataba de una bendición del cielo. Decidieron detenerse allí para descansar.

Descargaron los burros y les permitieron beber de aquel manantial. Para no desperdiciar el agua que llevaban en sus tinajas, aprovecharon la del lago para preparar la cena y un poco de café. Luego rellenaron las tinajas por si en el camino escaseaba el líquido para las bestias. Tras esto, se acomodaron para dormir al amparo de ese aparente oasis.

Con los primeros rayos del amanecer, el sonido de unos hombres que pasaban con leña en sus hombros los despertó. Al abrir los ojos, los músicos quedaron aterrados: no había ni guayabales ni lago. Solo una imponente duna de arena los rodeaba.

Confundidos, llamaron a los leñadores y les preguntaron si habían visto algún lago cerca o árboles frutales. Los hombres, pálidos, les respondieron con otra pregunta urgente:

—¿No habrán comido de las frutas ni bebido del agua, no?

—¡Sí! —respondieron—. ¡Incluso llenamos nuestras tinajas!

—¡Noooo! —gritaron los leñadores—. ¡Vacíen esas tinajas antes de que se encanten!

Los músicos corrieron a voltear las tinajas. Pero al hacerlo, no cayó agua… sino arena. En ese instante, se escuchó el retumbar de un tambor profundo, grave y lento. Se dice que ese es el sonido del Guardián del Médano Blanco. Mientras resonaba, la duna comenzó a tragarse lentamente a los músicos y sus burritos, con todo y sus instrumentos.

Los leñadores huyeron espantados hasta Sechura, donde contaron lo sucedido. La población, incrédula y alarmada, fue hasta la zona a buscarlos, esperando encontrar algún rastro, aunque fuera enterrado. Pero no hallaron nada. Ni un instrumento, ni un sombrero, ni huellas. Solo arena.

Desde entonces, se dice que cada 23 de septiembre, en vísperas de la Fiesta de la Virgen, quienes se atreven a cruzar cerca del Médano Blanco oyen sonar ese tambor fantasmal. Y poco después, comienzan a oírse melodías de fiesta, como las que alguna vez tocaron aquellos músicos en los días de celebración. Pero nadie ha podido ver a los músicos. Solo el eco de sus notas sobre la gran duna confirma que siguen allí, encantados para siempre.

Así lo contaba el abuelo, y así lo contamos nosotros. No con ánimo de ser escritores, sino con el deseo de que estas viejas historias no se pierdan. Porque son nuestras. Porque forman parte de la cultura viva del pueblo sechurano.

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